Qué es lo que hace falta, qué tipo de persona es la que se mete en una cápsula más pequeña que el maletero de muchos vehículos familiares, situada sobre una bomba de combustible líquido de treinta toneladas, para lanzarse a explorar el espacio.
Desde la avanzada posición tecnológica que hemos alcanzado hace tiempo, es imposible que nos hagamos una idea de lo peligrosa, precaria, arriesgada y delirante que fue la carrera espacial en sus inicios. A finales de los años 50, en plena Guerra Fría, una de las direcciones más importantes en el desarrollo de armamento y superioridad nuclear se centraba en el desarrollo de un proyecto espacial. Las dos grandes superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, disponían de bombarderos y submarinos que podían lanzar ataques a casi cualquier lugar del mundo, pero eran lentos necesitaban mucho tiempo para llegar a su destino.
La idea de utilizar misiles balísticos, cohetes con un alcance de miles de kilómetros, que pudieran atravesar un continente en poco tiempo para llegar a su destino, era muy atractiva, porque proporcionaba a quien dispusiera de ellos la capacidad de asestar un golpe rápido, sin dar tiempo a responder. Por eso el programa espacial era tan importante, porque de la misma forma que se podía poner un hombre en la cápsula situada en la punta del cohete, se podían poner cinco cabeza nucleares. El cohete era casi el mismo. Sólo variaba la carga y el destino.
El primer esfuerzo organizado para poner hombres en el espacio fue el Programa Mercury, cuyo objetivo era desarrollar la tecnología que permitiera poner una cápsula en órbita y conseguir que el tripulante regresara con vida a la Tierra. Porque lanzar un cohete balístico ya estaba resuelto. Hacía décadas que se habían inventado las bombas volantes V-2. El problema era que lo que había en la punta sobreviviera al experimento.
Y aquí es donde entran en escena los pilotos de prueba. Porque, claro, era necesario hacer pruebas. Si estás desarrollando un programa espacial novedoso, eso quiere decir que nadie lo ha hecho antes. Nadie sabe si los tripulantes pueden sobrevivir a la aceleración, a la ausencia de gravedad o a la radiación cósmica que hay en las capas más altas de la atmósfera terrestre. Y es aquí donde repito la pregunta del principio: ¿qué tipo de hombre se necesita, qué hace falta para que te metas en lo que puede ser tu ataúd, de menos de dos metros de ancho, y te lancen encima de un cohete a sesenta kilómetros de altura, como una bala de cañón?
Eso es lo que se planteaba la novela original en que está basada la película y de ahí su título: The Right Stuff, o «la materia adecuada». Tom Wolfe había publicado el libro en 1979 y se había convertido en todo un éxito de ventas, por lo que la historia contaba con todos los elementos para convertirse en una película.
Philip Kaufman, un director ecléctico que había tocado casi todos los géneros, dirigió con precisión milimétrica una película de más de tres horas de duración en la que nos presentan todo el desarrollo del Proyecto Mercury. Lo curioso, igual que en la novela, es que la historia no empieza con la selección y entrenamiento de los astronautas, sino con la vida y milagros de un oscuro piloto de pruebas llamado Chuck Yeager (interpretado por Sam Shepard), que fue la primera persona en romper la barrera del sonido con un avión a reacción, el Bell X-1.
Este individuo tranquilo, reservado y con un tono de voz tranquilo, es el piloto de pruebas de mayor prestigio de la historia, y se le considera responsable del tono de voz que tienen los pilotos de línea aérea que, en los años 60, empezaron a imitar su aura de frialdad ante cualquier peligro. Si el avión en que viajas tiene un problema y escuchas algo como «señores pasajeros… eeehhh… acabamos de perder el motor de estribor yyyy… bueno, parece que se no se despliega el tren de aterrizaje, esta lucecita parece que no quiere encenderse, perooo… no parece que tengamos problemas graves», es que están siguiendo la estela de Chuck Yeager.
La película es casi un docudrama, por el estilo tranquilo y aséptico. No hay mucha música dramática, no hay escenas de dramatismo heroico y todo se desarrolla con tranquilidad. Como que son tres horas y diez minutos de película. Pero no tienes la sensación de estar viendo algo aburrido. El ritmo se mantiene con bastante decencia y siempre está ocurriendo algo, lo que se beneficia además de un pequeño toque de humor aquí y allá, no porque pretenda ser una comedia, sino por las paradojas de las situaciones que viven los astronautas.
Hay muchos personajes. Los siete pilotos del programa Mercury, Chuck Yeager, otro piloto, las esposas, la camarera del bar que frecuentan los pilotos, el vicepresidente de los Estados Unidos, el jefe del programa de misiles, incluso un jovencísimo Jeff Goldblum interpretando a un funcionario que va corriendo a todas partes y siempre llega tarde. Destacan Ed Harris, Scott Glenn, Dennis Quaid o Fred Ward en los papeles de esos siete astronautas y un estupendo Donald Moffat en el papel de vicepresidente Johnson, pero es una película muy coral, en la que tenemos a mucha gente poco tiempo en pantalla, y todos tienen algún papel en lo que está ocurriendo, hasta el punto de que es difícil saber quién es un personaje principal y quién un secundario.
Te adelanto que la película fue un fracaso de taquilla y es difícil saber por qué, porque la verdad es que está muy bien hecha, se lleva muy bien, es entretenida y la historia es interesante. ¿Son tres horas y pico mucho tiempo? No creo que fuera ese el problema. Yo la veo de vez en cuando y siempre es agradable pasar una tarde rememorando «de qué estaban hechos» esos pilotos de prueba que arriesgaban sus vidas en dar los primeros pasos de la humanidad en el espacio.
Mi consejo es que la veas si no lo has hecho ya. Creo que verás que merece la pena.