Los actores que aparecen en pantalla no siempre se llevan bien, y una de las situaciones más curiosas del cine se da cuando esas personas que sienten una cierta o gran enemistad tiene que interpretar grandes y viejas amigas.
Katherine «Kitty» Marlowe (Bette Davis) es una escritora de talento, aclamada por la crítica, pero que aún no ha conseguido un verdadero éxito comercial. La celebración de un homenaje en su honor en su ciudad natal constituye una oportunidad de descansar y retomar el contacto con una vieja amiga, Midred «Millie» Drake (Miriam Hopkins), que siente una mezcla de admiración, adoración y envidia por Kitty.
Al ver el reconocimiento que recibe Kitty, Midred experimenta la inevitable tentación de demostrar que puede hacerlo mejor que su amiga, por lo que se lanza a una carrera literaria que constituye su antítesis; donde Kitty es una escritora de prestigio, Millie es sólo una escritora de novelas románticas de baja calidad, pero que consigue el éxito económico que no consigue la primera.
Al paso de los años, las amigas se reencuentran en varias ocasiones y las tensiones entre ellas crecen, normalmente por reacciones de Millie, que intenta siempre demostrar que puede estar por encima de su amiga en notoriedad, lujo o felicidad. Pero esa obsesión termina por pasar factura a su matrimonio, que se rompe cuando el marido confiesa que siente una atracción por Kitty y no quiere seguir siendo un fantasma a la sombra de una mujer de éxito, que apenas le hace caso.
Lo notable de esta relación es que, a lo largo de los años, todas las miserias de Millie son perdonadas por Kitty sin excepción, en nombre de una amistad que para ella significa mucho, aunque en términos prácticos no existe. Kitty es capaz de apartarse para no perjudicar a su amiga en todo lo que se plantee, ya sea notoriedad profesional o relaciones sentimentales. Pero Millie no aprecia esos gestos, que ignora o desprecia, y busca incluso la forma de hacer responsable a Kitty de su siguiente desdicha.
Bette Davis y Miriam Hopkins eran, en 1943, dos actrices perfectamente establecidas, que gozaban del favor del público, aunque a distintos niveles. Davis había alcanzado la cima unos años antes con películas como Jezebel, que le valió un premio de la Academia, o La Carta. Por su parte, Hopkins era una actriz de menor talento dramático, más cercana a la comedia, y con menos repercusión comercial. De alguna forma, sus vidas reflejan los personajes que interpretan.
Lo interesante es que ambas sentían una terrible aversión por la otra desde que, unos años atrás, Davies tuviera una aventura con el marido de Hopkins, que terminó en su divorcio. Que el personaje de Davis fuera la devota amiga que sufre en silencio, e incluso rechaza las insinuaciones románticas del marido de la otra, imprimía un notable morbo en la historia, cuando el público sabía que en la vida real había sido al revés. Pero la construcción de los personajes, con esa angelical Kitty siempre entregada a la felicidad de su amiga, contrasta con los arrebatos de Millie, que no consigue ser feliz con lo que tiene.
El guión está basado en una obra teatral del mismo nombre, que tuvo una buena aceptación en la época. Eso se refleja en la estructura de la película, ordenada en tres actos, de los cuales el primero se parece más a una comedia de situación y va progresando a un pequeño drama en el que las dos mujeres se enfrentan y ponen en riesgo su respectiva felicidad por esos celos personales y profesionales que Millie no puede evitar.
Las interpretaciones son correctas, pero no convincentes por completo. En todo momento tenemos la certeza de estar viendo una obra de teatro, con reacciones bastante exageradas y situaciones que parecen detenerse en espera del aplauso del público. La película está bien y el morbo de la historia que se desarrollaba tras las cámaras añade interés, resaltando el esfuerzo que hacen ambas actrices por proyectar una amistad en pantalla, completamente antagónica con sus sentimientos en la vida real.
La película tiene frases memorables, como esa en la que el personaje de Davis dice «Llega un momento en la vida de toda mujer en el que lo único que puede salvarla es una copa de champagne». Un auténtico brindis al glamour que rodea a los personajes y la época del cine dorado. Y qué decir de esa escena memorable en que se acerca a su amiga, harta de sus mezquindades, la agita con violencia y, al terminar, la mira con serenidad y dice «lo siento».
En resumen, una buena película. No es excepcional, que no todos los clásicos deben recibir la consideración de «joyas» por el hecho de serlo, pero es muy buena, y cualquier aficionado al cine apreciará verla si no la conoce ya.