En estos tiempos en los que se revisan una y otra vez los roles de pareja, las actitudes en el matrimonio e incluso el mismo matrimonio, puede ser interesante echar un vistazo atrás y ver cómo se veían estas cosas hace cincuenta años. La sorpresa puede ser que entonces se era mucho más crítico y sensato que ahora.
Hay un subgénero del cine dramático que podríamos llamar «de perdedores», historias en las que no hay buenos ni malos, no hay guerras ni escenas de acción, ni siquiera alegatos dramáticos en nombre de alguna ideología. Es un tipo de cine costumbrista, en el que lo único que vemos es a gente normal tratando de salir adelante. Puede parecer muy simple, pero cuando está bien hecho, cuando reconocemos en la sencillez de esos guiones y la autenticidad de esas interpretaciones la dureza de superar el día a día, estamos ante una gran película.
En principio, Tres vidas errantes (The Sundowers) es una película menor en la filmografía de sus protagonistas. Tanto Robert Mitchum como Deborah Kerr eran estrellas consagradas en 1960, con títulos importantes a sus espaldas como La noche del cazador en el caso de él o El Rey y yo en el caso de ella. Y no digamos nada de ese «secundario de luejo» que tenemos al fondo, un Peter Ustinov que ya había brillado desde sus inicios como un Nerón despiadado o ese mismo año como un patricio romano en Espartaco.
Así que lo que parece que tenemos entre manos es la película de unos cuantos actores que quizás están en horas bajas y que no tienen otra cosa que hacer que una pequeña historia sobre un matrimonio que va dando tumbos por Australia a principios de siglo, siguiendo el trabajo nómada que el cabeza de familia va encontrando como pastor, esquilador de ovejas o lo que se tercie.
Parece un estereotipo de principio a fin: el marido fuerte y brabucón, que no quiere someterse a la vida conformista de la ciudad; la esposa amante que le sigue a todas partes, aunque echa de menos un hogar estable; el hijo que admira a uno y adora a la otra; y un extraño, en la persona de Ustinov, que se une a ellos juntando sus vidas por un breve periodo de tiempo.
Pero no hay nada de estereotipo en Tres Vidas Errantes, ya que el guionista no se decanta por ninguno de ellos. Paddy Carmodi, el personaje de Mitchum, está entrando en su mediana edad, y empieza a enfrentarse a la dura realidad del envejecimiento. Ya no es tan joven, ni tan fuerte, ni con tanto aguante y sufre incluso algunas situaciones vergonzosas por este motivo. Ida, la esposa interpretada por Kerr, vive una auténtica tormenta de sentimientos, entre el amor por su marido, la angustia por la vida que llevan y la frustración de no saber a dónde va.
No es sólo un buen guión, sino unas grandes interpretaciones por parte de todos ellos, lo que nos lleva tranquilamente por esta película de más de dos horas de duración, en la que terminas compadeciéndote del hombretón en su lenta caída y adorando a la mujer serena y fuerte que es el sostén de la familia.
Y aquí es donde decía al principio que quizás vivimos una época de revisionismo estúpido, porque si bien es cierto que las condiciones de hace un año no perfectas en la pareja, aquí tenemos un guión de hace casi 60 años, basado a su vez en una novela de 1952, en el que se cuestiona la figura del marido que impone su capricho, sus borracheras y su visión, reconociendo al final que el matrimonio sale adelante mediante el apoyo mutuo y no la victoria de uno sobre otro.
El mayor problema que le veo es lo larga que es. Con esas dos horas y diez minutos, a menudo se hace un poco pesada, aunque no deja de mantener el interés sin demasiados bajones de ritmo. No es que sea lenta, sino que tarda mucho en ir de una situación a otra.
Con todo y sin ser un peliculón, es una de esas pequeñas sorpresas que se han ido perdiendo en el tiempo y que puede merecer la pena ver alguna vez, aunque sólo sea para volver a pensar con tranquilidad en cómo nos relacionamos unos con otros.
Trailer: