Muy anticuada y superada en sus convenciones sociales, esta comedia ligera sobre un militar incompetente y un intérprete caradura es una de esas películas que puedes ver una y otra vez sin aburrirte.
Con esta película me pasa lo mismo que con La Princesa Prometida o Top Secret. Ya las he visto, me conozco la historia y los diálogos casi de memoria, pero me encanta verlas de vez en cuando. Son historias «amables» en las que no muere nadie, no hay traiciones ni tragedias humanas. Más bien al contrario, los personajes destilan una especie de inocencia casi infantil, responden con amabilidad a los problemas, sin caer en la estupidez. Porque esa es una línea que no soporto, que es lo que le pasa a las películas de «humor» de Steve Martin, por ejemplo.
El caso es que pasas un par de horas sentado, con una sonrisa en la boca, sin llegar a soltar carcajadas, pero atrapado en la historia, para terminar levantándote deseando que el mundo hubiera algo más de esa amabilidad e inocencia.
El capitán Fisby (Glenn Ford) es uno de tantos civiles reclutados a la fuerza durante la Segunda Guerra Mundial que no tenían alma de militar, pero que se vieron arrastrados a participar en el conflicto bélico junto a millones de personas. Su incompetencia para hacer frente a las necesidades del mando son evidentes y le han hecho saltar de una unidad del ejército a otra, para desesperación de sus superiores.
En uno de esos traslados, termina en la isla de Okinawa durante la ocupación estadounidense del Japón que siguió al término de la Guerra. Los planes del gobierno pasaban por «reeducar» a la población con iniciativas como construir escuelas en los pueblos más importantes, impartir clases de democracia o crear Ligas de Acción Femenina. Para conseguirlo, los jefes de puesto sólo tienen que seguir al pie de la letra el Plan B, que es un manual con el grosor de un tronco de árbol.
Claro, que nadie podía haber previsto lo que pasaría cuando se juntan un militar incompetente con un traductor local, Sakini, que traduce las cosas a su manera, procurando siempre que beneficien a la población local, sin que importe mucho lo que diga el Plan B o las ordenanzas militares.
Marlon Brando interpretó al traductor japonés con una mezcla de pasión y vergüenza, al considerar que no era la persona más adecuada para el papel. Y no es que la intención de los productores o del autor fuera avergonzar a los japoneses con un personaje ridículo o apartarlos de la producción. La casi totalidad del reparto son actores japoneses y una gran parte del diálogo se produce en japonés, sin que haya traducción.
La razón de todo esto hay que buscarla en los orígenes de la película, que es una adaptación de la obra de teatro del mismo nombre escrita por John Patrick, que a su vez era una adaptación de una novela de Vern Sneider. En su favor, hay que decir que la pieza teatral fue un exitazo en Broadway y que se llevó un premio Tony y un Pullitzer, así que eso puede darte una idea de la calidad de los diálogos y el desarrollo.
La intención de Patrick era la de enfatizar el enfrentamiento cultural entre las fuerzas de ocupación y los habitantes nativos, pero desde un punto de vista humorístico y no dramático. Los ocupantes son, en teoría, la fuerza dominante, pero basta un humilde traductor para desbaratar sus planes y hacerles ver que hay cosas más importantes que una escuela con forma de pentágono, como ver una puesta de sol o construir una casa de té.
Y es a través de esas cosas, como una jaula para grillos, las chanclas de madera locales, una mejor comprensión de qué eran las geishas o qué una casa de té era algo así como un importante centro de reunión social que elevaba la categoría de cualquier población, lo que nos permite, junto a los protagonistas, ir conociendo las peculiaridades de una cultura que los conquistadores quieren «modernizar» a toda costa.
Glenn Ford era por esta época un actor en ascenso, con un enorme éxito tras películas como Gilda. Lo mismo se puede decir de Marlon Brando, que ya había conquistado a público y crítica con sus interpretaciones en La Ley del Silencio o Un Tranvía Llamado Deseo. Que Ford, acostumbrado a interpretar personajes fuertes y dominantes, diera vida a un bobalicón incompetente y que Brando, acostumbrado a interpretar personajes dramáticos como Julio César, destacase en una comedia, son muestras de lo mucho que se esforzaban estos actores por romper con la dictadura de los estudios y aumentar su registro. Ese esfuerzo se manifestó durante el rodaje en un continuo intento de ambos por robarse protagonismo en cada plano, pero sin llegar a un enfrentamiento abierto o desagradable.
Los secundarios son igual de importantes y memorables, desde Paul Ford, que repite el papel de coronel americano incapaz de controlar lo que pasa a su alrededor que ya había hecho en la obra teatral, hasta Eddie Albert, que hace de psiquiatra reconvertido en agricultor revolucionario. Destaca una mujer, Machiko Kyô, que recita su diálogo íntegramente en japonés y que, por tanto, parece que no participa demasiado en la acción. Pero se trata de una de las actrices japonesas más importantes de la época y eso se nota en la forma en que consigue imponer su personaje a través de su carisma y gestualidad. Verla moverse, bailar o dominar a todo el mundo a su alrededor es una auténtica delicia.
Película sencilla, sin más pretensión que hacerte pasar un buen rato, y anticuada en sus planteamientos, como que un occidental interprete a un japonés (algo de lo que Brando se disculparía toda la vida). Pero muy recomendable y a la que te recomiendo que des una oportunidad.