La incertidumbre que rodeó el rodaje de Casablanca fue tremenda. Tanto, que es fácil comprender que ninguno de los que participaron en su rodaje pensara que estaban creando una de las mejores películas de la historia del cine.
Rick Blaine (Humphrey Bogart) regenta un local de copas y juego en la ciudad de Casablanca, en Marruecos, durante la Segunda Guerra Mundial. Un apartado lugar del mundo que no tendría que tener ninguna importancia para nadie, si no fuera porque se ha convertido en un extraño punto de tránsito para aquellos que tratan de escapar de una Europa ocupada por los nazis. Una de las pocas rutas que funcionan para alcanzar América pasa por este lugar, donde se puede coger un avión que les lleve a Lisboa y, de ahí, al otro lado del Atlántico.
Rick se mantiene a medio camino entre la legalidad y ciertos negocios oscuros. No duda en hacer tratos con todo tipo de traficantes o sobornar al jefe de policía Louis Renault (Claude Rains), pero tampoco vuelve la espalda cuando se trata de ayudar a una joven pareja de enamorados, siempre que nadie se entere ni afecte a su imagen de cínico indiferente.
Una noche llegan a su mano dos salvoconductos en blanco, por los que cualquiera pagaría una fortuna. Y ese «cualquiera» se presenta en forma de Ilsa Lund (Ingrid Bergman), una antigua amante que le dejó plantado en el andén de una estación de tren en París, y su marido Victor Lazslo (Paul Henreid), una destacada figura de la resistencia francesa, a quien los alemanes quieren arrestar antes de que pueda huir a Estados Unidos.
Tenemos, por tanto, una compleja trama en la que se mezclan tres niveles de relaciones y motivaciones: el día a día de una ciudad que, accidentalmente, se ha convertido en un pequeño punto de interés durante la guerra, la historia de amor traicionado entre antiguos amantes, y la persecución de un líder de la resistencia, que obliga a todo el que interviene a tomar posición entre sus intereses personales y sus lealtades patrióticas.
Decía al empezar que el rodaje estuvo rodeado de una completa incertidumbre y no es ninguna exageración. El guión parte de una obra de teatro que, en palabras de los que participaron, no era más que un conjunto de frases unidas de cualquier forma. Cuando empezaron a rodar, nadie sabía muy bien cuál era la relación entre Ilsa y Rick. Hasta que no se rodaron los últimos planos, tampoco se sabía si Ilsa se queda con una u otra pareja, de forma que ni la propia Bergman sabía qué tono darle a su interpretación romántica. Se dice que tanto ella como Bogart estaban deseando terminar y quitarse de encima el rodaje, especialmente éste último, que fue acusado todo el tiempo por su mujer de mantener una relación con la actriz sueca.
En definitiva, todo el mundo trabajaba en una película más de presupuesto medio, con estrellas consagradas en lo que no tenía que ser más que otra película con cierto aire de patriotismo y mucho romanticismo de fondo. Por no saber, ni siquiera se sabía cómo iba a terminar la guerra, ya que se rodó en 1942, en pleno auge de la ofensiva alemana en Europa.
De alguna forma, la dirección de Michael Curtiz, el trabajo de los guionistas y la excelente interpretación de todo el reparto se combinó para crear una película memorable en la que yo destacaría tres cosas. La primera, el propio guión, que dibuja unos personajes ambiguos e interesantes. Nadie es «recto» en esta historia: Rick es un vividor, Ilsa parece que es infiel a todo el mundo, el capitán Renault es un corrupto, etc. Pero todos ellos parecen tener una segunda motivación más elevada, más altruista, que sólo sale a relucir ante los momentos de mayor adversidad, lo que les hace más admirables a ojos del espectador.
La segunda es, como acabo de señalar, la interpretación de todo el reparto. Quizás sea un poco teatral en varios momentos, pero estamos en 1942 y el cine de Hollywood nos presentaba siempre una versión romántica y teatralizada de la realidad. Ni la sabana africana era lo que nos pintaban las películas de Tarzán, ni los dueños de cafés tenían un pianista que les tocasen canciones melancólicas al cerrar. Así que esa teatralidad es aceptable.
Y la tercera es una combinación de las dos anteriores, porque el metraje de Casablanca está salpicado de frases inmortales, desde la amarga petición de Rick a su pianista para que «toque otra vez» esa maldita canción, a la indignada exclamación del Capitán Renault cuando cierra el garito «qué escándalo, aquí se juega», mientras que alguien le pasa un fajo de billetes con sus ganancias, sin olvidar dos frases míticas: «siempre nos quedará París» o «intuyo que este es el principio de una hermosa amistad».
Hay que destacar a Claude Reins, en el papel de ese corrupto jefe de policía que no deja de sorprenderte por su descarado cinismo, que en teoría es un personaje más de fondo, pero que se convierte casi en el tercer protagonista de la historia.
Casablanca es una película que nunca te aburres de ver, aunque ya la conozcas. Es entretenida, tiene una duración aceptable, con poco más de 140 minutos, y sus diálogos y escenas son como un viejo lugar que te resulta agradable volver a visitar. Si no la conoces, te la recomiendo, y si la conoces seguro que disfrutarás volviendo a verla.
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